Una vez sellado el pacto, Mefistófeles invita a Fausto a conocer el mundo de su mano: primero el pequeño y luego el gran mundo. Le ofrece un lugar de privilegio a su lado, como el iniciado predilecto, sobre su capa convertida en mágica alfombra. Fausto se desplaza por los vastos espacios y laberintos de la Creación conducido por esta especie de atroz Virgilio; el demonio cumple la paradoja de insuflarle al sabio un valor capital que nunca desarrolló durante su recogida y sedentaria vida de estudioso. Fausto nunca enfrentó los riesgos que implica el adentrarse de lleno en las cumbres y en los abismos de lo humano y, en general, del mundo, y ahora comprende lo clave de poseer la necesaria disposición para ello.
Es la paradoja de la acción: aún el mal cumple la finalidad que lo subvierte en valor útil gracias a la concatenación de la infinitud amparada en la apocalíptica gracia de un poder inmanente.