Se representa aquí la atmosfera del camino infernal que Fausto, próximo al final de su vida, ve como el inevitable sendero de condenación que podría al fin privilegiar su acceso a un poder salvador y transformador tan humanamente inalcanzable como la total sabiduría que se le negaba. Las flores que la imagen del demonio pareciera quemar con el fuego de su aliento, simbolizan las almas que pretende desviar hacia la condenación. Lo demoniaco, personificado en Mefistófeles, será, para el aparentemente desamparado Fausto, el sendero angosto y terrible pero pleno de un poder que podría superar toda industria humana, es decir,
que fuese capaz de encumbrarle a esas regiones espléndidas de la omnisciencia que perduran inaccesibles a cualquier cantidad de arte y de ciencia acumulada por el hombre. Su ambición recuerda la del pecado original, abordado desde una dimensión humanista mucho más compleja, y deja entrever que no puede existir sabiduría ni crecimiento sin un costo acorde y que, en su diabólica circunstancia, decidirá no solo el futuro de su condición vital y de su intelecto, sino el destino de su alma, objeto medular en la disputa que se establece desde el mismo comienzo del drama, entre Mefistófeles y el Creador.
No me atormentan escrúpulos ni dudas,
No temo al infierno ni al demonio.
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Esfuérzate por llegar a ese pasadizo
En torno a cuya angosta boca vomita llamas todo el infierno;
Hay que decidirse con serenidad a dar ese paso,
Aun a riesgo de desvanecerse en la nada.
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